Una de las preguntas recurrentes que los amigos, conocidos y personas con las que a veces nos cruzamos nos hacen a los fotógrafos profesionales es qué equipo utilizamos, o qué objetivo, diafragma, velocidad dio lugar a esta o aquella foto. Que si somos de Canon o Nikon, cual símil futbolístico del Barça o del Madrid…
Mi hermana Marisol, sin ir más lejos, es una buena aficionada a la fotografía. Y, como tal, lee de cabo a rabo los manuales de sus cámara (va por la segunda o tercera) y no desaprovecha ocasión para consultarme sobre programas, objetivos, accesorios y demás.
Lo cierto es que los equipos fotográficos actuales son cada vez más sofisticados. En parte para atraer al público aficionado con multitud de funciones y aplicaciones que, en muchos casos, no sirven para casi nada, y en otros ayudan a tomar buenas fotografías. En el campo profesional, las mejoras son más lentas y atañen sobre todo a la fiabilidad y durabilidad, así como a la mejora de la imagen.
Sin embargo, una de las “herramientas” más necesarias que desde hace años forma parte de mi equipo no ha sido diseñada en Japón con costosísimas tecnologías, sino que se usaba ya hace varios miles de años. Me refiero a la hoz, fouce o fouciño, como se conoce a este utensilio en Galicia.
Parte de mi trabajo se realiza, como dicen los anglosajones, on location, fotografiando en muchas ocasiones en un entorno rural en el que la naturaleza tiene sus propios objetivos y la vegetación, lenta pero incansable, trata de ocupar todo los espacios disponibles. Y fue durante los años en que ilustré la serie de Heráldica y Genealogía para el Proyecto Galicia de Hércules Ediciones cuando hice un uso más intensivo de la referida hoz.
Gran parte de las labras heráldicas que hube de fotografiar, a lo largo y ancho de Galicia, se encuentran en el ámbito rural. Muchas campean no en magníficos pazos, castillos o iglesias, sino en lo que son modestos edificios rurales, quizás en otro tiempo espléndidos, pero que hoy apenas llamarían nuestra atención. Y claro, la Galicia rural sufre un cada día más alarmante abandono.
La primera consecuencia, la más grave, es la desaparición de la población. Los gallegos se extinguen en amplias áreas del interior. Así de duro.
Y, aparejado a ello, el patrimonio histórico-artístico, por así llamarlo, se conserva en muchas ocasiones en regular o pésimo estado.
Muchos de los hermosos escudos en piedra que ilustran la mencionada serie del Proyecto Galicia, los encontré, a veces no sin dificultades, en edificios en ruinas. Y en múltiples ocasiones ocultos, o casi invisibles, tras diversos tipos de zarzas matorrales y plantas trepadoras. Algunas de la imágenes que acompañan los magníficos textos de estos volúmenes requirieron un serio (aunque torpe) trabajo de desbroce previo.
Recuerdo especialmente un caso: cerca de Catabois, en el límite entre Narón y Ferrol, una casa que, según el texto, lucía en un dintel las primitivas armas del linaje Piñeiro. Un pino y un perro es lo que allí debía encontrar representado. Allá me fui. Tardé en encontrar el edificio. Alguién me sugirió acudir al Bar Embade, muy próximo al hospital ferrolano, y preguntar por Julio, el dueño, quien al parecer “entendía de esas cosas”. Efectivamente, Julio es uno de los miembros del activo Grupo de Arqueoloxía Terra de Trasancos, y, a raíz de aquel encuentro, junto a Manolo y Alberto, miembros del mismo grupo, un buen amigo.
Los bares siempre son un buen punto de información, aunque a veces el exceso de informantes sea un problema: tienen que ponerse todos de acuerdo. A las indicaciones de Julio se sumaron las de algunos clientes más, para mi confusión. Cuando por fin todos llegaron a un acuerdo, pude dirigirme al dichoso edificio con intención de fotografiarlo. No estaba lejos. Próximo, creo recordar, al lugar de Muíño do Vento, donde existe áun tal molino en ruinas.
La casa que buscaba, sin embargo, estaba completamente oculta por el matorral que la rodeaba y cubría. Era completamente invisible, pero un vecino me sacó de dudas. Debajo de aquella enorme silveira estaba la Casa dos Piñeiro. Pero resultaba imposible distinguir puertas, dinteles o escudos entre la maraña vegetal. Así que…, vuelta al bar. Necesitaba alguna indicación de por dónde, más o menos, estaba la puerta en cuestión. No me veía capaz de desbrozar el edificio entero.
En el bar, de nuevo, el mismo problema: hacía años que Julio no iba por allí, sus indicaciones eran algo vagas. La puerta estaba más o menos en el centro.
Sus clientes eran de distinta opinión y poco me aclararon, así que volví al edificio hecho un mar de dudas y, hoz en mano, me puse a abrir camino hacia donde me habían dicho.
El matorral comenzaba a varios metros de las paredes de la casa, así que me llevó un rato de arduo esfuerzo comenzar a distinguir la piedra del edificio. Al rato, entre aquella espesura entreví un dintel con algo grabado. Estas cosas animan, pero cuando por fin abrí el hueco suficiente para poder apreciar la piedra, se trataba de una cruz de la Orden de Malta, o de los Caballeros Hospitalarios, no lo que yo buscaba. Jurando en arameo, regresé por tercera vez al Bar Embade a expresarle mi frustración a Julio, quien, prudente esta vez, hizo un par de llamadas. Al rato aparecieron los mentados Alberto y Manolo, quien tenían una idea más clara de cómo acceder a la puerta con la marca heráldica. Pero se hacía ya de noche y el trabajo tuvo que quedar para otro día.
No tardé en volver muchos, una mañana, con redoblados ánimos a completar el trabajo. Tras un café en el ahora ya familiar para mí Bar Embade, me fui directo a por mi objetivo. Con las indicaciones precisas, abrí un largo sendero (paralelo al del día previo) que me llevó directo, ahora sí, al dintel en cuestión. Allí campaban un pino y un lebrel, el emblema de los Piñeiro. No era un trabajo de gran calidad escultórica, pero su rusticidad se debía a lo antiguo del edificio. Y más tarde supe, además, que un tal Juan Piñeiro (sin duda relacionado con esta casa) fue Comendador de la Orden de Malta en Portomarín, allá por el siglo XV, lo cual explicaría la Cruz de los Caballeros Hospitalarios que había en este mismo edificio. Todo encajaba.
Así que, recapitulando, todo fotógrafo de campo necesita, para un trabajo correcto un fouciño en primer lugar, un bar cerca donde informarse y, si es posible, una cámara.